domingo, 14 de junio de 2015

La cultura local de proximidad

Un descenso a los infiernos o una estancia en el purgatorio desde una selva oscura.

Mucho se ha hablado del impacto de las políticas neoliberales (recortes, privatizaciones, etc.) sobre el deterioro de servicios públicos como la educación, la sanidad o los servicios sociales, pero pocas veces se han tratado seriamente las consecuencias de estas políticas sobre la cultura, considerada en la mayor parte de los casos, como un derecho social accesorio, un servicio público florero y hasta un bien común totalmente prescindible en época de recortes y prioridades presupuestarias, contraviniendo así lo establecido en nuestra Constitución y las leyes que consagran la cultura como un derecho ciudadano esencial básico.

Durante la burbuja urbanizadora, la cultura junto con el deporte, han sido excusa y motor de la especulación, la corrupción y el despilfarro. El tsunami urbanizador no sólo ha inundado las costas de este país, sino también las políticas culturales de muchos ayuntamientos y Comunidades Autónomas. Con honrosas y singulares excepciones allí donde este modelo ha funcionado, el resultado ha sido el vómito de fastuosos edificios y/o conglomerados de ellos, erigidos a mayor gloria de arquitectos, constructores y políticos de turno, que ha salpicado a todos y cada uno de los rincones de este país, bien se tratara de grandes o pequeñas urbes. Y la resaca que hoy vivimos es que estos monstruos demandan ingentes recursos materiales, energéticos y dinerarios que dejan las arcas públicas vacías para la posterior dotación de contenidos y programaciones culturales o que, debido a sus colosales dimensiones, son imposibles de llenar porque se han edificado en poblaciones donde la ratio de posibles usuarios ha sido desmesurada, como si el contenido fuera el cemento y el relleno la programación cultural o los usuarios.

Después de un fulminante aterrizaje en aeropuertos sin aviones, contemplamos museos sin contenidos, documentamos bibliotecas sin libros y asistimos como público atónito, a auditorios que más temprano que tarde emitirán como único sonido, el crujir de sus muros si un tiempo fuertes ya desmoronados, que diría Quevedo.

Durante muchos años todo proyecto público puesto en marcha sea de la índole que fuere: deportivo, sanitario, educativo, ambiental, etc. ha estado trufado por el cemento o levantado sobre el ladrillo, y la cultura no ha permanecido ajena a este hecho. Los motivos son de sobra conocidos: la falta de un espacio físico como decorado para el instante decisivo en el que el político pudiera hacerse la foto cortando la cinta de inauguración, pasar a la posteridad diciéndole a los nietos ¿te gusta el aeropuerto del abuelo? o las tremendas plusvalías e incluso, las mordidas, que tanto los gestores de la cosa pública como las grandes constructoras se han asegurado no sólo durante los períodos de cortejo y coqueteo, sino también en el futuro y largo periplo matrimonial que les espera, firmado en escritura pública, fruto del mantenimiento y la gestión de dichos espacios en forma de concesiones públicas a 25, 50, 60 ó 75 años, augurando unas fieles, duraderas y felices bodas de plata, oro, platino o brillantes, dependiendo de la suerte en el plazo concedido; arras mediante.

Lo lamentable no es sólo que pasen tantos años desde “el aeropuerto del abuelo” o “el circo dedicado al padre que antaño fue payaso” hasta “la cárcel de los mismos”, sino que tardemos décadas en recuperar lo que nunca debió salirse de la gestión pública, por más que dicha titularidad permanezca siendo pública únicamente como papel mojado, con la letra diluida y el pliego original arrugado.

Los mecanismos son sutiles. Comienzan por destruir adrede el organismo o institución pública en cuestión, poco a poco van menguando y precarizando los medios materiales y humanos; para por fin demostrar que la gestión directa es del todo ineficaz, costosa y contumaz. Continúan por derivar primero unos cuantos servicios de lo público a lo privado, siguen por dejar de prestar o colapsar los que todavía mantienen y, como broche final, acaban asumiendo los gastos cuando la cosa privatizada no funciona o no da los beneficios esperados para la parte contratante de la primera parte.

En los últimos años, la fórmula elegida en el ámbito de los servicios culturales, ha sido que la Administración se lavara las manos sacudiendo la chequera (cada vez con cifras más menguantes) a golpe de privatización directa o indirecta (externalización de servicios). El caso de las muertes de 5 niñas en el pabellón Madrid Arena pasándose la pelota de la responsabilidad entre los cargos políticos y directivos del Ayuntamiento de Madrid, y los empresarios y responsables de las empresas adjudicatarias que organizaron la fiesta de Halloween, así como el servicio médico subcontratado, los fallos de las empresas de control de accesos y de seguridad privada, así como de los servicios de seguridad y emergencias del propio Ayuntamiento, etc; dieron muestra no sólo de un espectáculo lamentable, sino de una forma de gestión ineficaz que si vamos más allá se podría tachar de terrorífica y hasta de criminal.

Es claro que la ciudadanía necesita espacios públicos con suelo y techo donde desarrollar sus actividades y que los derechos constitucionales a unos servicios públicos como son la sanidad, la educación y la cultura precisan de espacios físicos donde ejecutarlos no sólo sin depender de las inclemencias del tiempo atmosférico propiamente dicho, sino también sin someterse a los vaivenes del tiempo político que suele coincidir con las efímeras promesas del breve período electoral o con las eternas travesías del desierto de las largas legislaturas que lo dejan todo atado y bien atado en contratos y concesiones públicas donde las cosas ya no tienen remedio no sólo porque lo hecho, hecho está; sino también porque se fija un largo período de fidelización y, por si acaso cambian las tornas electorales como ahora está ocurriendo, se asegura contractualmente un gran montante por si los que llegan con aires e ideas nuevas intentan revertir los servicios públicos considerados entonces como lucrativo producto negociable, para retornar a la consideración primigenia de que son cosa pública por tratarse de servicios básicos indispensables.

Lo que está claro es que, en determinados proyectos, tan importantes son los soportes materiales, como los equipos humanos que necesitan formación, especialización, profesionalización y sobre todo, continuidad. Y tras la experiencia de los últimos años, debería quedar palmario que, en la mayor parte de los casos, ni siquiera es necesario el uso de un ladrillo para poner en marcha un proyecto social o cultural, tal y como lo están demostrando muchas prácticas sociales al margen de las instituciones que bogan por la paulatina ocupación de los espacios públicos tradicionales: plazas, parques, etc. o la reutilización de espacios públicos ya existentes para otros usos y usuarios: colegios, institutos, centros cívicos y culturales en fábricas y edificios abandonados, centros sociales okupados, etc.

Precisamente la cultura, por su carácter intangible, es uno de los elementos que menos dependen del espacio físico para su desarrollo y prueba de ello es que a lo largo de los siglos primero ha proliferado en las calles y las catacumbas: corralas, tabernas, tugurios, garajes, etc. antes de dar el salto a los palacios, los salones y los templos de cultura. A mi entender, el caso estrella y más surrealista de la concepción de la cultura como cemento y estructura férrea, ha sido el fallido proyecto del anterior alcalde Gallardón que concibió la iluminada idea de construir la Catedral de las Nuevas Tecnologías, precisamente cuando uno de los pilares fundamentales de la cultura digital se sustenta en un destacado artículo intitulado “La catedral y el bazar” donde ambos conceptos contrapuestos condensan a la perfección el viejo y nuevo imaginario cultural: las viejas formas de hacer de la construcción jerarquizada y monolítica (catedral) frente a la cultura horizontal, distribuida, heterogénea y variopinta del bazar.

Si la maqueta diseñada sobre plano para la cultura global se ha plasmado tanto en el modelo de edificio singular como en el modelo de polígono cultural, en el caso de la cultura municipal, la suerte, como no podía ser menos, no sólo ha ido por municipios, sino también por barrios.

Pero traspasemos los muros del continente y adentrémonos en el contenido. La crisis se ha cernido como un águila neoliberal sobre las grandes instituciones culturales y sus grandes proyectos, que han vivido una transición política, económica y de gestión acorde con la realidad social, económica y cultural que ha transformado este país en los últimos 40 años, desde el tardofranquismo, pasando por la Transición, el desarrollismo modernizador, la burbuja especulativa y financiera con su época de vacas gordas hasta desinflarse en la situación actual en la que, como Prometeo encadenado a una roca por robar el fuego de los dioses para dárselo a los hombres, ve cómo su hígado es devorado todas las mañanas hasta que finalmente el águila pueda ser abatida por la flecha de Hércules. Hercúlea será la tarea a acometer para salir de la llamada crisis, si tenemos en cuenta las dimensiones de una deuda ingente como la que planea, sobrevuela y se cierne sobre la ciudad de Madrid.

El caso de la política cultural local madrileña es singular en el panorama nacional, europeo e internacional; aunque nos estamos excediendo calificando de política cultural a algo realmente inexistente ya que el Ayuntamiento de Madrid no ha definido jamás los ejes de dicha política más allá de intentos fallidos como el reciente PECAM (Plan Estratégico de la Cultura del Ayuntamiento de Madrid) que se convirtió en esquela minutos después de quedar plasmado en papel.

Podemos decir que como Frankestein, el moderno Prometeo de Mary Shelley de la política municipal madrileña, también está siendo devorado por el águila. La estructura cultural madrileña se ha configurado en torno a dos ejes irreconciliables que funcionan a dos velocidades: la dependiente del Área de las Artes, Deportes y Turismo, y la dependiente de los 21 distritos en que se divide territorialmente el municipio de Madrid. Estos dos ejes paralelos apenas convergerían si no es por una única línea transversal: el programa llamado Madrid Activa, que consiste en ofrecer 5 ó 6 representaciones anuales de teatro, danza o música a los centros culturales que dependen de los distritos. Fiel a su nombre de Madrid Corte y Villa, contamos con una empresa pública: Madrid Destino para el turismo y la corte; y para los villanos, con los centros culturales de distrito.

Del primer eje, el Área de las Artes, dependen la red de bibliotecas y museos de titularidad municipal, así como otras instituciones tales como el Teatro Español, Matadero, Madrid Centro Centro (Palacio de Cibeles), Conde Duque, Medialab-Prado, etc. que se gestionan a través de la sociedad mercantil municipal Madrid Destino Cultura Turismo y Negocio S.A. El nombre refleja sin ambages las funciones y fines de dicha sociedad aunque en su web también se afirma sin rubor “Madrid Destino es (el) principal gestor profesional de espacios al servicio de la cultura y el turismo, de los ciudadanos, de los visitantes, de los profesionales y de las empresas, con el fin último de conseguir la prestación de un servicio público de calidad bajo unos criterios de sostenibilidad económica y, por tanto, con el menor coste posible para el ciudadano”. Dicho servicio público se presta, en su totalidad, por medio de empresas adjudicatarias interpuestas, desde los servicios de mediación cultural, atención al público, pasando por el montaje de eventos, publicidad, mantenimiento, limpieza y seguridad de edificios, etc; aunque en estas instituciones se mantiene la calidad de los proyectos culturales en sí mismos puesto que no dependen únicamente de la oferta económica más baja, sino del contenido cultural per se.

El segundo eje y, dependientes de las Unidades de Cultura de los 21 distritos actuales, lo conforman unos 90 centros culturales de titularidad municipal a modo de equipamientos de proximidad y destinados a paliar las necesidades culturales de los vecinos de Madrid. En su mayoría, dichos centros fueron construidos a finales de los años ochenta cuando, a la par que la movida madrileña revolucionaba las calles y plazas de la capital, el entonces alcalde y viejo profesor ordenaba construir los centros culturales de distrito para albergar la cultura de proximidad promovida desde el propio consistorio.

Hoy día, sus actividades principales son la impartición de cursos y talleres, la cesión de espacios para fines vecinales y culturales, y la programación de actividades culturales de pequeño y mediano formato (teatro, conciertos, exposiciones, programación infantil, etc.). No todos estos centros de proximidad cuentan con teatro, auditorio o Salón de Actos.

Tras un concurso de méritos y con veinticinco años de servicio público a la espalda, aterricé en uno de dichos centros culturales como directora en el año 2004. Les puedo asegurar que el aterrizaje no fue suave al darme de bruces con una realidad social en pleno centro de Madrid y a pocos metros de la llamada Milla de Oro de la Cultura sita en la Capital del Reino, un submundo cultural que yo desconocía por completo y que sigue hoy ignoto para la mayoría de gestores culturales de este país y de la propia ciudad de Madrid. Aquello no era propiamente un aeropuerto sin aviones, sino un yermo y árido terreno cultural, un inframundo del que poco o nada se habla puesto que no dependía de ninguna concejalía concreta o comisión del Pleno (Comisión de Las Artes), sino de los Distritos.

La programación que me había tocado en suerte (a mí y a los sufridos usuarios del Centro Cultural), ejecutada por un puñado de empresas licitadoras a través de concursos públicos establecidos por cada uno de los Distritos para los centros culturales de ellos dependientes, con algunas honrosas excepciones donde había presupuesto y exigencias de ciertos estándares de calidad y modernidad -sin por ello jamás rozar la contemporaneidad-, era más propia de los tiempos del cancán y el miriñaque. Y en el resto de distritos no era muy diferente, pues las distintas empresas suelen operar con las mismas compañías, obras y ejecutantes. Y así, a lo largo de una década. No es de extrañar que en la web municipal www.madrid.es las actividades culturales de los distritos hayan estado ocultas y el acceso a los distintos centros culturales municipales sea un camino tortuoso plagado de despistes que ni siquiera el agudo olfato de Google es capaz de rastrear y sacar a la luz.

En relación a las artes escénicas, lo habitual era abrir un telón harto de telarañas pues las obras representadas apenas habían olido las vanguardias. Y qué decir del elenco de autores ninguno de los cuales rozaba el siglo XX: Benavente, Arniches, los Álvarez Quintero, etc; generalmente interpretados por compañías amateur. En música, las indiscutibles reinas de la fiesta eran la zarzuela, el cuplé y la copla, esta última no la recuperada por Almodóvar, sino la precedente, la genuina de Cine de Barrio y hasta se dio entonces algún caso de que la ejecución fue realizada en playback. Invito a los productores de la serie El Ministerio del tiempo a que rueden un capítulo ahorrándose los consabidos costes de dirección y ambientación artística asistiendo a algún evento de este tipo porque en los contratos de programación prima siempre el precio sobre la calidad y con tan escasos presupuestos es imposible esperar algo más. Confiemos en que la nueva ley de contratos que debe ajustarse a la Directiva europea 2014/24/UE antes de 2016 y que permite incluir condiciones relativas a la calidad en la prestación de servicios, modifique esta aberración porque si es delito primar el precio sobre la calidad en la mayoría de servicios públicos, en el caso de la cultura, clama al cielo.

Algún día se estudiarán las secuelas físicas y psíquicas que las nuevas formas de gestión de lo público a través de privatizaciones, externalizaciones y adjudicaciones al precio más bajo, han provocado sobre los empleados públicos que se han visto involucrados en dichos procesos –personal sanitario, educativo, de servicios sociales, etc; y sobre las políticas que la mercantilización de la cultura ha traído sobre los agentes sociales involucrados. Me ofrezco desinteresadamente como estudio de caso.

Las directrices políticas y los planes de gestión y actuación para los verdaderos servicios públicos culturales –los servicios de proximidad– no existen o carecen de medios materiales y humanos, y los problemas diarios se solventan, con mayor o menor oportunidad, dependiendo de la voluntad del funcionario de turno (donde existe) y de la trayectoria rutinaria o innovadora, más eficaz o menos, del servicio administrativo en cuestión o de la empresa prestataria de servicios, que a veces opera sin ningún control o vigilancia por parte de la Administración ya que esta última, al traspasar al mercado ciertos asuntos de la cosa pública, se considera por fin liberada de la pesada carga que supone el cumplimiento de las funciones y responsabilidades hacia los vecinos.

Contra viento y marea los trabajadores de algunos servicios públicos hemos permanecido en nuestros pequeños reductos procurando resistir los embates privatizadores y, dentro de nuestro poco margen de maniobra, hemos intentado que tanto la cultura con mayúsculas como la cultura con minúsculas llegase a la gente, Mientras que los buques insignia de los grandes organismos culturales madrileños: Matadero, Teatro Español, Madrid Centro-Centro, etc. cuentan con gerentes de cuello blanco, directores artísticos y presupuestos (ahora recortados), los centros culturales de proximidad hemos estado abandonados a nuestra suerte en manos de las grandes constructoras (para el mantenimiento y limpieza del edificio e incluso el personal de información al público) y de pequeñas o medianas empresas que pujan a la baja reduciendo en costes de personal (para la programación cultural o la impartición de cursos y talleres). Si tenemos en cuenta que en estos espacios de cultura vecinal nos vemos obligados a servir a un heterogéneo elenco de públicos y a una variedad de gustos, temáticas y enfoques con unos medios inexistentes tanto en cuanto a equipamientos como a medios personales (muchos centros no cuentan con auxiliares administrativos propios, personal técnico de iluminación y sonido, vigilantes, etc.) y a esto se suma que el personal de las empresas externas llega sin preparación y cambia constantemente al albur de las necesidades de la empresa o de si torna la adjudicataria.

Porque la remezcla no se da sólo en el mundo digital, también tiene su razón de ser en la trinchera analógica de los centros de proximidad. Es muy difícil hibridar el rock duro con la copla, pasar por el jazz azarzuelado, los bodegones abstractos, la marcha turca tocada con un serrucho a dos manos o programar a Tennessee Arniches Williams para mostrar una oferta diversa y ajustada a todos los usuarios. Trabajar en un centro cultural municipal enseña mucho acerca de la sociedad real en la que estamos inmersos y lidiar con esos mimbres es a la vez difícil y estimulante, pero tiene un límite si se vive en un continuo día de la marmota sin apoyo material, técnico y profesional.

La renovada corporación del Ayuntamiento de Madrid promete en su programa electoral un vuelco en las políticas culturales hasta ahora existentes, ampliar el horario de las instalaciones municipales culturales, promover un plan de mejora con fondos públicos que muestre la diversidad e incluya a la ciudadanía, potenciar las iniciativas ciudadanas en el uso de espacios e infraestructura, la programación de contenidos, etc.

En los centros culturales municipales no esperamos contemplar el Paraíso pero sí anhelamos una nueva hoja de ruta que nos saque de esa selva oscura que desciende a los infiernos o atraviesa el purgatorio. Para llevar a cabo una cultura próxima de calidad requerimos la dotación de medios materiales, técnicos y humanos. Asimismo, los responsables y trabajadores de dichos espacios precisamos reconocimiento, directrices, participar en los procesos de toma de decisiones y apoyo para cumplir con nuestra labor diaria de servicio público.

María Jesús Lamarca Lapuente

sábado, 13 de junio de 2015

Ciudad global y cultura local

   Se culpa a la revolución tecnológica actual de la pérdida de los valores humanísticos que, tradicionalmente, han caracterizado al arte y la cultura como elementos de identidad y transformación social y personal. Lo cierto es que, una gran parte de la ciudadanía del siglo XXI, ante la falta de espacios públicos reales para experimentar, crear y compartir cultura, se ha cobijado en determinados barrios del ciberespacio para desplegar redes sociales, artísticas y culturales que trascendieran la actual concepción del arte y la cultura como mero espectáculo, estéril propaganda o pingüe negocio.

  Dos son los ejes de actuación sobre los que pivota la política cultural global: el cemento y los macroeventos. Ambos extremos muestran no sólo la falta de imaginación de nuestros representantes políticos, sino la homogeneización de ideas y proyectos incluso dentro del creativo mundo cultural y artístico. Sin embargo, lo grave del asunto radica en la concepción unidimensional que tiene del arte y la cultura la sociedad contemporánea, empeñada en percibir cualquier manifestación social o humana con la lupa del motor económico. Todos estos factores no son más que una muestra de las reducciones a las que conducen los procesos de globalización económica cuando se aplican a ámbitos que, como el caso de la cultura debieran primar otros muchos aspectos sobre los estrictamente crematísticos.  

  El tsunami urbanizador que inunda nuestras costas, también anega las arcas y políticas culturales de muchas administraciones que pretenden emular el efecto Guggenheim con planes irracionales y soberbios en los que el contenido es el cemento y el continente, la programación cultural o los usuarios. La otra fórmula son los macroeventos para promocionar las grandes ciudades, atraer el turismo y las inversiones, y engancharlas al tren de la globalización. Los grandes eventos deportivos o culturales (Juegos Olímpicos, Expos, Foros…) con sus retóricas de índole social y ambiental son la excusa perfecta para primar los impactos económicos donde, de nuevo, afloran el cemento y los lucros. Mientras en el terreno global estas recetas tienen un desorbitado y efímero impacto mediático y aportan réditos electorales al representante político de turno, las políticas culturales y deportivas locales se abandonan a su propia ventura.

   Se potencia el concepto de ciudad y de ciudadanía globales queriendo vertebrar la ciudad a golpe de reclamos publicitarios, mientras la ciudad real, el espacio público y el tejido de relaciones comunitarias, se va degradando por falta de espacios donde poder ejercitar los lentos procesos de construcción de cultura y democracia.

   Los políticos y gestores de las grandes ciudades parecen haber aprendido perfectamente las nuevas reglas de la gestión hacia arriba (la globalización y sus mecanismos de marketing, grandes infraestructuras, turismo, etc.) pero cada vez son más ineficaces a la hora de establecer los mecanismos para la gestión hacia abajo (la localización). En tal tesitura, resulta una quimera plantearse una gestión horizontal, tal y como rezan las Agendas 21 locales para la sostenibilidad (cultura, ciudadanía, convivencia y participación). Así pues, se ejerce la política para la ciudad global y se olvidan los servicios públicos de proximidad. El resultado es que, junto al endémico abandono de las periferias por parte de todas esferas públicas, se ha expandido una nueva pandemia: el deterioro de los centros históricos de las grandes ciudades. La contaminación y el tráfico, la especulación urbanística que roba espacios públicos para el esparcimiento y el intercambio de ideas y experiencias; viejos y nuevos problemas de convivencia, etc. son el cáncer local que ensombrece la imagen de la ciudad global.

  A los alcaldes de la ciudad global el posicionamiento en la esfera mundial les parece el futuro, lo local les sabe a rancio. Es así que el alcalde de la ciudad global diseña ésta y sus infraestructuras y servicios para el ciudadano global: el turista que visita los espacios culturales globales, el empresario que acude a un congreso de negocios global, el espectador que consume la última tendencia del arte conceptual, el deportista de fama mundial, etc.

  Por el contrario, dar soporte a una mayor democracia cultural y fomentar el deporte real exigen un estudio riguroso de las necesidades dotacionales de los barrios, de los intereses vecinales y de la aplicación de unas políticas capaces de dar cabida a los distintos gustos generacionales y diversidades estéticas, e implicar a la ciudadanía en los procesos de decisión, gestión y acción cultural para integrar los valores y manifestaciones culturales de los diferentes individuos y colectivos que componen el rico mosaico de la ciudadanía local actual ya sea en su faceta de creadores, intérpretes, educandos o público.

  Los grandes teatros, auditorios y museos ya funcionan con criterios de mercado y son los productores y consumidores de cultura, los que marcan las pautas de programación, precios y acceso. Así funcionan las entidades culturales de la Corte, dirigidas a los consumidores, los nuevos cortesanos de la era global.

  El reverso son las entidades culturales de la Villa, destinadas a aquellos ciudadanos que no han alcanzado el estatus de consumidores –o que no pretenden alcanzarlo– y que se mantienen, pues, en su condición de villanos, del latín villanus, siervos o campesinos dependientes de las tierras de una villa o aldea que debían labrarse su ascenso en la escala social. Sin embargo, los villanos de antaño son hogaño ciudadanos con derechos; entre ellos, el de que las administraciones les faciliten la expresión cultural, el acceso a una cultura de calidad y el ejercicio de sus derechos democráticos, porque el espacio común de relación para ejercer la cultura democrática no puede circunscribirse al mercado.

  Paradójicamente, los poderes públicos en vez de hacer frente a la desigualdad destinando más medios y recursos hacia la cultura de la Villa, priman la cultura global de la Corte.

  No se trata de emular ahora al obispo de Mondoñedo y su célebre Menosprecio de Corte y alabanza de aldea, pero ya que está de moda ejercitar la memoria histórica, recordemos que mientras Carlos III y su ministro de Hacienda, Esquilache, pavimentaban calles, alzaban la Puerta de Alcalá, erigían el Museo del Prado, y pretendían -por la fuerza despótica de la razón ilustrada- hacer entrar a una de las capitales más atrasadas en la “modernidad europea”, el pueblo madrileño se sublevó en el célebre motín, no por la prohibición de usar las capas largas y el sombrero de ala ancha, que fue la chispa detonante, sino por el hambre, el alza constante de los precios del pan y el abandono, por parte de las autoridades, de su misión de garantizar el abasto barato para los bienes de primera necesidad.

  La disyuntiva no es Alabanza de Corte y Menosprecio de Villa, o su contraria, sino elegir la forma más justa de resolver necesidades y carencias, sopesar y equilibrar las cosas y repartir los medios y recursos de tal forma, que sea posible alabar y servir auténticamente a la ciudadanía.

  María Jesús Lamarca Lapuente
(Este texto fue escrito en 2006 y fue presentado al III Congreso Online. Observatorio para la Cibersociedad, dentro del Eje Temático C-5 Comunicación y cultura, 20-11-06 al 3-12-06).